Ella
entra a mi habitación, recorre cada espacio como si también fuera suya, aunque
la verdad es que yo la esperaba. En realidad, esta noche, y con más fuerza que
nunca, la evoqué. La quería aquí. Quería que me impregnara con su aliento, que
me diera calor con su frío, que sus largos vestidos con aires melancólicos se
convirtieran en las sábanas que me esconderían y espantarían mis miedos, y que,
bajo ellas, se fundiera conmigo en un abrazo eterno, sublime.
Pero no suave.
Ella me estrechará contra su pecho, tal vez mis huesos se quejarán y mi alma estallará en gemidos sordos; sentiré mi escuálido cuerpo desfallecer ante su insinuación.
Y cuando comience a doler, cuando sienta aquel gélido aire entrar sigilosamente entre mis senos y depositarse allí, en un ladito, en el corazón, congelando cada nervio, cada arteria. Cuando sienta cómo uno a uno cada recuerdo se hiela, al igual que cada pensamiento, cada sentimiento o cada ráfaga de imagen borrosa del pasado. Cuando los oiga crujir, detenerse y luego convertirse en una tétrica pero hermosa estructura de hielo...
En ese momento, sí, cuando las lágrimas se deslicen silenciosamente por mis mejillas; entonces ella las limpiará.
Susurrará con sus ojos que todo estará bien, y me dirá con sus manos que
siempre estará aquí.
Y aunque
yo no la quiera, aunque me haga daño, me reconforta su promesa. Una promesa que
sabe a llanto, a herida y a sangre.
Que sabe
a memorias rotas.
~DF
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